30 de julio de 2008

Amado Julian:
No nos alcanzó el tiempo para decirte todo lo orgulloso que me siento de ti.

Pequeñas memorias

A mi madre, porque ella y yo fuimos iguales.


"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Gabriel García Márquez, en su autobiografía, Vivir para contarla.


Esta serie de ciento nueve pinturas sobre madera está estrechamente relacionada con otra, aún en proceso, titulada Entre el olvido y la memoria. Es un grupo de pequeños polípticos de cuatro partes cada uno, realizados a manera de apunte o cuaderno de ensayo. El resultado es un conjunto de piezas espontáneas, agrupadas en forma de rompecabezas y que pretenden conservar la emoción original de un hallazgo creativo, así como practicar las virtudes de la sencillez; esto, por puro instinto simplificador, por simple afán práctico. Toda la colección cabe en una pequeña maleta y está inspirada en anécdotas y memorias de mi niñez y adolescencia; mitos y recuerdos idealizados que hoy sólo son simples estados de ánimo, añoranza pura.

Pasé mi infancia a saltos entre México y Guatemala. A ratos, criado en libertad casi salvaje por mi madre, mujer romántica y aventurera, y a ratos, educado y sobreprotegido por unos abuelos responsables y cariñosos, pero aburridos y convencionales. Fui un niño introvertido, un poco tristón y solitario, aunque nunca llegué a sentir —claro está— como mis mayores, la ansiedad del destierro. Sin embargo, mi niñez estuvo marcada por los prolongados alejamientos de mi madre y mi hermano, la proximidad mimosa y condescendiente de mi tío, los aspavientos dramáticos de mi abuela y —ahora me doy cuenta— la profunda melancolía de mi abuelo por su vida en Barcelona. Crecí con ellos, y con mis maestros de escuela, la mayoría, tristes exiliados de la guerra civil española.

Nostalgia, sin duda, hay en estas Pequeñas memorias, cuyo trasfondo se remonta a mis primeras experiencias y visiones, generalmente ligadas a la familia, el juego, el colegio y la Naturaleza. Recuerdo el paisaje de Livingston, pueblo de pescadores mestizos, africanos y americanos, en el mar de las Antillas. De ahí, seguramente, son mis primeros descubrimientos como pintor —debería yo tener unos cuatro años. Las imágenes de ese lugar caribeño aparecen repetidamente en mis sueños y en mi pintura. Vivíamos en una rústica casa de madera y techo de lámina, sostenida por cuatro pilotes sobre el mar. Desde una de sus ventanas, se veía, según la marea, un piso de agua, o uno de tierra, así como una extraordinaria variedad de bichos: cangrejos, peces, sapos, víboras, insectos y ratones. Frente a la entrada, se extendía un resbaladizo muelle de tablones con una caseta en la punta, dentro de la cual, como columpio, colgaba una gastada letrina. Ahí sentado, observaba como los peces devoraban mis despojos que caían directamente al mar. Al lado de la casa, jugaba a esconderme y a escalar por la estructura de un laberíntico buque camaronero en construcción que parecía un esqueleto oxidado de dinosaurio.

De Puerto Barrios, recuerdo las enormes pencas de banano que recogía con mi amigo Chang. La fruta, aún verde, era demasiado madura para ser transportada en barco y la compañía bananera no tenía más remedio que tirarla. Chang era un chinito que trabajaba en la panadería de su padre haciendo unos exquisitos pasteles de plátano, pero nunca me dejó verle cocinar porque decía que yo tenía una mirada tan fuerte que cortaba la masa. En ese tiempo, vivíamos en unas barracas junto a la torre de control de un destartalado aeropuerto. En su pista, donde nunca vi aterrizar un solo avión, andaba en bicicleta y perseguía lagartijas y culebras para reventarlas a pedradas.

Recuerdo otras historias ligadas a la violencia política latinoamericana, como la del ataque a un cuartel de policía (ahora sé que fue durante el golpe de estado a Jacobo Arbenz). Atónito, presenciaba el operativo desde el patio de mi casa, cuando, como exhalación, salió mi madre del baño, desnuda y envolviéndose en una toalla blanca. La recuerdo —como si fuera ahora mismo— convertida en una aparición salvadora y angelical que nos protegió a mi hermano y a mi. Los tres, abrazados, permanecimos varias horas debajo de una cama. También guardo en la memoria un Viernes de Dolores en que, después de una manifestación estudiantil, tuve que refugiarme en mi escuela. Aquel día, quedé atrapado en medio de una nube de gas lacrimógeno y vi arder mi banca escolar sobre una barricada; era un pupitre que destacaba por su color y gran tamaño —pero eso es otra historia. Tras un atentado guerrillero a una refinería, fui testigo de la espectacular explosión de un depósito de gasolina que me hizo correr despavorido bajo una enorme bola de fuego. Por fortuna, se desvaneció en el aire antes de caerme encima.

De adolescente, vagué incansable por casi todos los barrios de la ciudad de Guatemala, recorrí sus barrancos y sus suburbios llenos de basura, zopilotes y pobreza. Subí al Volcán de Agua, donde un fantasma se me apareció de madrugada, al Volcán de Fuego, que hizo erupción cuando lo descendía, y al Pacaya, en cuya cima me golpeó una lluvia horizontal de piedra pómez. De ese tiempo, recuerdo especialmente, la tarde en que escuché con sobresalto unos golpes en la puerta. Era mi abuelo, que días antes presentí llegar, venía a convencer a mi madre de que me dejara volver a México. Aquella noche dormí con él en una fría pensión y fue la última vez que le vi, moriría del corazón un año después. Por esos años, pasé una prolongada, pero divertida convalecencia de la hepatitis. Fueron días de lectura y de aprender a jugar ajedrez. Vivíamos en el Chalet Suizo, donde un lorito cantaba de corrido la primera estrofa del himno nacional guatemalteco.

Conocí el manicomio de "La Castañeda", en Mixcoác —no sé porque los maestros del Colegio Madrid nos llevaban a ese horrible lugar— y visité el asilo de ancianos del Sanatorio Español, donde vivió sus últimos días mi bisabuela, una viejita enferma y lunática que sólo vi una vez, pero que nunca he olvidado.

Estas pequeñas memorias me ayudaron a recobrar, inesperadamente, muchos pasajes entrañables que casi olvidaba, pues hasta hace muy poco, jamás me detenía a pensar, ni en mis sueños, ni en mi pasado. Y no porque careciera de ellos, sino porque vivía con demasiada prisa, corriendo sin razón hacia el futuro. Esto, supongo, por una desbordada energía heredada de mi madre. Afortunadamente, gracias a un esforzado ejercicio de la memoria y al trabajo en mis dos últimas series, pude reconstruir, de alguna manera, el desvanecido camino de regreso a mi pasado, aunque siempre he sabido que, en realidad, es un espacio y un tiempo finalmente irrecuperables. Además, esta vez entendí —y no es menos importante—, el valor de hacer las cosas poco a poco, pacientemente.

Si bien no comparto la idea de la responsabilidad del pintor por explicar todo lo que hace (bastante tiene con tratar de pintar bien), si creo ser quien mejor conoce mi trabajo, y por eso asumo la tarea de comentarlo. Mis textos son, más que nada, para mí mismo, aunque me gusta compartirlos y discutirlos para ver las cosas con más claridad. Pienso que con juicios rotundos y unilaterales no se llega a nada y trato de acercarme a la realidad sin imponer mis ideas, sino dialogando con ella. En esta época tan adocenada y polarizada, lo que me parece correcto, es, por una parte, tratar de profundizar en uno mismo, y, por otra, destacar los matices, más que ahondar en dogmas y fundamentalismos . Hoy que la pintura se ve como pasado, tradición, y no como promesa, vivo más atento que nunca a las alternativas que genera mi propio proceso y me vuelvo cada vez más impermeable e indiferente a lo novedoso.

Si bien la pintura me ha dado un lugar en el mundo, quizá algo confuso e inestable —ni más ni menos como el que me daría cualquier otra pasión—, siempre procuro equilibrar mi relación con ella, separando las cosas que me interesan de las que desprecio en el arte. Para mi, la pintura es una manera de vivir, un trabajo que me ocupa totalmente y me sirve de estructura mental; es expresión de libertad y forma de conocimiento, pero, sobre todo, es una alternativa ética. Y esto no es cuestión de conceptos o justificaciones (para ser un artista conceptual se necesita una capacidad reflexiva de la que carezco). Sinceramente, creo que lo que más cuenta en el arte es todo lo que pasa en el espacio mismo de trabajo. El taller es el lugar donde mejor se puede entender la experiencia creativa, y, es precisamente el proceso, la parte que más me importa, más que la idea o el resultado.

Veo el "progreso" de mi propia pintura en espiral, con temas que se repiten, que reaparecen, pero en contextos diferentes. Como método, sigo reflexionando sobre lo hecho y tratando de depurar mi lenguaje. En los últimos años he venido construyendo en mi pintura espacios habitables, amplios, limpios y luminosos, que son en donde mejor me siento. Quizá, por esta razón, el uso intensivo del blanco adquiere un papel preponderante en mi obra reciente . El blanco es un color ambiguo, pues es color, y a la vez, ausencia de color. En mi caso, y particularmente en estas dos últimas series, es sólo ausencia, nostalgia y sosiego.
  • Texto original, publicado en el catálogo de la exposición "Pequeñas memorias”, mayo de 2008, México.
  • Ver imágenes en jordiboldo.com / Galerías, Pequeñas memorias.

23 de julio de 2008

Pintar y escribir



Vivo en Querétaro, lugar que quiero y conozco hace veinticinco años. Aquí eché raíces. Tengo la fortuna de poder dedicarme a lo que me gusta, gracias a su calidad de vida, a la disponibilidad de tiempo libre y al natural aburrimiento de la vida provinciana. Paulatina y felizmente, me he ido adaptando a esta ciudad —la capital del bostezo, como le llama mi hermano. Cada mañana, despierto con el canto de los pájaros, llamo a mis perros para que se echen a mi lado, y me pongo a trabajar con entusiasmo. Sin embargo, no quisiera quedarme encerrado en la comodidad de mi casa-taller, insensible a todo lo que me rodea. Por eso, siempre busco hacer cosas nuevas.

Tengo la certeza de que casi todo lo que se empieza, tarde o temprano, termina en fracaso. Sin embargo, sigo creyendo que cualquier actividad que emprendamos se debe de asumir desde la emoción y con absoluta entrega. Empecé a pintar apasionadamente a mediados de los años setenta, en tiempos de exuberancia pictórica, y podría afirmar que he logrado, con más o menos fortuna, hacer una carrera de pintor. Digo esto sin ninguna pretensión, pues sinceramente, siempre he tenido serias dudas acerca del valor de mi trabajo, y sé que finalmente, ningún nivel de reconocimiento va a despejarlas. Pero iba yo a otro asunto. Quería decir que las cosas cambian demasiado rápido, que nada permanece, que los sueños de futuro se desvanecen muy pronto, y que sin darnos cuenta, la realidad acaba convirtiendo en obsoleto casi todo. Hoy, después de algunos años, me encuentro con la sensación de que practicar en nuestros días la pintura, parece ser, no sólo una vocación anticuada, sino incluso, reaccionaria.

La pintura siempre ha estado cerca de mí, como promesa, como necesidad o como forma de vida, y si bien mi pasión por ella ha disminuido, no pienso abandonarla. Seguiré pintando, pero siento la urgente necesidad de buscar otros caminos. Por eso, ahora dedico un poco más de tiempo a leer y a escribir, sin pretensión literaria, pero sí con responsabilidad. Tampoco es algo totalmente nuevo para mí, desde siempre me he movido entre la pintura y las palabras.

Hace pocos meses, empecé un blog, una especie de caprichosa burbuja de egolatría, pero también una nueva posibilidad de acercarme a los demás. Le dedico mucho tiempo, en parte, por ociosidad, y en parte, porque me mantiene al tanto de infinidad de cosas que están pasando a mi alrededor y que antes ignoraba. Es muy fácil comenzar un blog, sin embargo demanda demasiado esfuerzo actualizarlo. Quien tenga uno, sabe lo que estoy diciendo. Hace poco también, logré hurtar a la prensa de mi ciudad un espacio donde publicar mis crónicas dispersas y experimentales. Procuraré, pues, aprovechar estos medios y expresarme con libertad e ironía crítica, y hasta donde me sea posible, endulzar mis muchas veces incómodas opiniones, producto de mi habitual mal humor.

Lo contrario de las cosas

Las cosas en este mundo sólo se perciben cabalmente en contraste con su opuesto: la luz por la oscuridad, la alegría por la tristeza, lo bueno por lo malo, el sí por el no, el amor por el odio. Gracias a los contrastes también comprendemos nuestra existencia: vida y muerte ¿Cómo desarrollar visualmente esta idea? ¿Es posible expresar a través de la pintura los pensamientos filosóficos?

Hay opuestos que no son verdaderos, que sólo son contrarios aparentes, o mejor dicho, relativos. Por ejemplo, arriba y abajo, derecha e izquierda, cerca y lejos, frio y caliente. Tampoco el blanco y el negro son opuestos; podríamos decir que ambos son tonos de gris. Al gris más claro posible lo llamamos blanco y al más oscuro, negro.

El origen de discurrir por medio de los contrarios se remonta en la historia al pensamiento griego. La dialéctica es un término derivado de diálogo (título de mi anterior serie), y de entre sus significados el más conocido es el que se refiere a la lucha de los contrarios y a la síntesis de los opuestos. Para Hegel la dialéctica es “la naturaleza misma del pensamiento”. Según él, la realidad es dialéctica y en todas partes se ven tríadas de tésis, antítesis y síntesis. Esta última representa la unidad, y al mismo tiempo, la verdad.

En Oriente creen que en el Tao se anulan los contrarios, que nada es pequeño o grande, próximo o lejano, feliz o desdichado, que no hay luz ni tinieblas. Vuelvo a las preguntas: ¿cómo representar estas ideas? ¿cómo dibujarlas o pintarlas?

La pintura, como las demás artes, es una forma intuitiva y poética de conocimiento, siendo la creación la más depurada materialización del pensamiento. El arte enriquece nuestro modo de percibir la realidad, ya sea que nos hable de cuestiones objetivas o de fenómenos subjetivos.

17 de julio de 2008

El falso facsímil de la historia poética y fabulosa de Panlocus



Por Román Luján

El falso facsímil de la historia poética y fabulosa de Panlocus, de Jordi Boldó, es la narración de una saga de personajes contradictorios pero necesarios en su condición absurda; una crítica desprejuiciada e irónica a las mitologías como fundamento del comportamiento humano, en una época en que las creencias son reemplazadas al ritmo de las estaciones, en que los héroes o villanos se erigen o derrocan por la conciencia individual, como piezas en el tablero de un ajedrez frenético.

Construido en la hibridez del conjunto fragmentario de relatos con el ensayo fantástico, la historia de Panlocus se emparenta, en diversa medida, con algunos cuentos famosos de Borges, la única novela de Rulfo, los relatos más escuetos de Javier Tomeo y el imprescindible “Diccionario Jázaro” de Milorad Pavic, por citar algunas evidencias. Pero más allá de las resonancias literarias, los alcances de este libro se sustentan en su imaginería desacralizante y su humor corrosivo.

A través de una narración ágil, esquemática, panorámica, el autor se detiene en los detalles menos significativos (en apariencia), para mostrarnos con ironía la imposibilidad de la historia, la banalidad de los hechos que la constituyen, la fragilidad de nuestros dogmas. Por medio de la inclusión de numerosos pies de página y referencias cruzadas, conocemos la parafernalia de estudios e interpretaciones que generó ese reino devastado por la confusión y los desaciertos de sus habitantes, pese a la convivencia de la política con la poesía en la vida cotidiana.

No es fácil encuadrar al libro de Boldó en el género de la literatura fantástica, ni completamente en la realista, aunque existirían sobradas inferencias para ambos ejercicios; es preferible pensarlo como un retorcido árbol genealógico, en cuyo follaje aún queda espacio para la rama que muestre nuestra pequeña gloria o ridiculez.
  • El archivo en PDF de este libro de 307 pp. podrá descargarse en jordiboldo.com en el apartado de Textos / Panlocus

10 de julio de 2008

De premios y de banderas

Si se pusiera de moda dejar de hablar de tanta tontería ¡Que maravilla! Ojalá algún día pudiéramos vivir sin escuchar tanta banalidad, y no tener que darle vueltas a cosas que sólo enturbian nuestro pensamiento —de por sí bastante oscuro. Una palabrería hueca nos machaca todos los días desde los medios comunicación que nos apabullan con una avalancha de intrascendentes y mal intencionadas noticias. Nos manipulan con historias anodinas y nosotros lo permitimos, ahondando nuestras limitaciones intelectuales. Nadie protesta, ni dice nada, nos toman el pelo y ni cuenta nos damos. Vivimos en una estupidez colectiva, en una ligereza del pensamiento e incomunicación cada vez mayor. Repetimos y comentamos irreflexivamente una enorme cantidad de vulgaridades originadas en la prensa y la televisión, que sirve únicamente a intereses mercenarios. Todo es relativo y vacío, y se ha instaurado un nebuloso relajamiento social que tolera dócilmente la divulgación y la promoción de los más ordinarios acontecimientos, con una indolencia, una apatía y una indiferencia que rayan en la más absoluta irresponsabilidad.

Y todo lo anterior —para que vean que soy exagerado—, sólo para decir que me parece ridículo el espacio que le dedicaron los medios nacionales a la noticia de que la bandera mexicana “arrasó” en el concurso La bandera más bonita del mundo, evento promovido por un periódico español. Casi un millón de mexicanos visitó su portal de Internet y votó por nuestro lábaro patrio. Hoy, muchos se alegran y enorgullecen de tan especial distinción. Hace muchos años, ya ganamos un certamen similar por la belleza de nuestro himno nacional, quedando únicamente por detrás de “La marsellesa”. En otros concursos que se están realizando ahora mismo, como ¿De qué país es la Miss más guapa?, Miss México va en primer lugar —por amplio margen—, y en ¿Cuál es el mejor plato típico del mundo? van ganando los tacos. En muchos otros concursos también destacamos, pero de esos temas, hoy mejor no hablamos, para qué pasar de la vergüenza y la ironía, a la preocupación.

6 de julio de 2008

Nuevos Hallazgos

En esta breve serie, que es también continuación de Hallazgos a la deriva, me convierto en un reciclador de pinturas pretéritas, las que por muy particulares razones (y no precisamente porque haya hecho algo de lo que me arrepienta) decido modificar hasta llegar a estos Nuevos Hallazgos, más acordes con mis intereses actuales.

Esta vez, el resultado final estuvo orientado de antemano, lo que provocó el surgimiento de varias piezas más o menos utilitarias y previsiblemente distorsionadas. La experiencia de reutilizar mis viejas pinturas como soporte, me deja una sensación especial, similar a la que se tiene cuando regresamos a alguna de esas ciudades que viven aceleradas transformaciones. Guardamos en la memoria una geografía, un mapa mental de esos lugares y sus espacios característicos. Siempre que volvemos a ellos, reconocemos sus calles, edificios y jardines; sabemos que es el mismo lugar, pero choca con nuestro recuerdo la suma de transformaciones que vamos descubriendo. Nos sorprenden las diferencias, los cambios, adaptaciones y sobreposiciones causadas por el paso del tiempo y las acciones del hombre. Son marcas y rastros llenos de significado, señales reveladoras que nos hacen meditar sobre el sentido de la vida y el valor del trabajo. Pues bien, muy parecida a esta experiencia viajera, fue regresar a mis antiguas manchas, formas y colores, para darles un nuevo sentido.

¿Cuánto tiempo pasará para querer reciclar éstas, ahora nuevas pinturas? No mucho, estoy seguro. Mientras, seguiré concentrado en lo mío, practicando una forma de expresión que no se adapta fácilmente a los tiempos que corren (arte sumergente —así le llamo— en oposición al retórico título en boga de arte emergente).

Veo en esta serie, quien he sido, y quien soy al mismo tiempo. La principal diferencia entre los dos, es que he vivido, sumado experiencia y conocimiento. Reconozco que he cambiado, pero percibo una línea constante, sin interrupciones, y creo que dentro de mi dispersión no ha habido una ruptura esencial. Como todos, he acertado y me he equivocado. Confirmo que me gusta trabajar y vivir con lo que se debe hacer cada día, intentado que mis acciones y reflexiones tengan alguna aplicación práctica. La actividad del arte no se consuma exclusivamente exhibiendo o en la publicación del catálogo, principalmente se vive en el taller, lugar donde se piensa y trabaja, y donde se da ese momento ético-reflexivo de hablar con uno mismo.
  • Texto original, publicado en el catálogo de la exposición "Nuevos Hallazgos”, 2007, Palacio del Arzobispado, Ciudad de México.
  • Ver imágenes en jordiboldo.com en el apartado de Galerías / Nuevos Hallazgos.