La Universidad de
Guanajuato
a través de la
Dirección de Extensión Cultural
tiene el honor de
invitarle
a la inauguración de
la exposición
Pequeñas Memorias (pintura
de Jordi Boldó)
12 de febrero 2013,
20.00 horas
Galería El Atrio
Plazuela de la
Compañía s/n Zona Centro, Guanajuato, Gto.
Pequeñas memorias de Jordi Boldó: visita a un Aleph
Obligado a la pausa y
a la atención extremada, pero sin asomo de tensión; transportado por pasos
pequeños que, vistos desde afuera, se asemejan más bien a la activa inmovilidad.
Por Carlos Ulises Mata | Marzo 2, 2013 Periódico Correo de Guanajuato
GUANAJUATO, Guanajuato.
Obligado a la
pausa y a la atención extremada, pero sin asomo de tensión; transportado por pasos
pequeños que, vistos desde afuera, se asemejan más bien a la activa
inmovilidad. Emocionado, ahíto, deslumbrado, visité hace unos días la exposición “Pequeñas memorias”, del pintor
mexicano, de origen catalán, Jordi Boldó, que se exhibe en la Galería El Atrio.
Muestra espléndida
Compuesta por
109 pequeñas pinturas, elaboradas con técnica mixta (acrílico, tinta china, gouache,
collage, en libre combinación, aunque nunca todas juntas), sobre paneles de madera de
9.5 x 11 centímetros, “Pequeñas memorias” es una muestra espléndida —revisión y promesa— del arte de un
creador nacido en Barcelona, pero naturalizado mexicano desde hace más de cincuenta años, los mismos que tiene de
trayectoria creativa.
Definido en
ocasiones repetidas como pintor abstracto, sobre todo por la necesidad de la crítica de otorgarle una fijeza
que tranquilice a los historiadores, Jordi Boldó es un pintor sin adjetivos
o, en todo caso, es un pintor que demuestra que el calificativo de “abstracto”
no es una limitación sino una posición avanzada y una conquista superior, ya que todos los
grandes pintores lo son (recordemos dos ejemplos mayores: Turner y Cézanne).
Por mi parte,
al visitar “Pequeñas memorias” en la Galería El Atrio y, más tarde, al leer el texto homónimo de su autoría que se incluye en el catálogo de la exposición, realicé el doble redescubrimiento de
Jordi Boldó como extraordinario pintor y como escritor de gran calidad.
Con las imágenes de sus cuadros todavía en activa sucesión y fusión en la memoria, la lectura
del escrito de Boldó me impresionó al hacerme descubrir las intensidades, violencias y vaivenes
de su infancia y adolescencia, vividas en forma alternada entre Guatemala y México, al lado de su familia
obligada al exilio. Y no porque esa experiencia terrible (que fue la de dos
generaciones de españoles) le pertenezca con exclusividad a él, sino porque Boldó reconoce en esas vivencias
llenas de intensidad exterior el antecedente real del que surgen los cuadros de
la serie abstracta que expone.
La transmutación resulta sorprendente ya que se trata de vivencias que el espectador común no imagina que puedan penetrar en una obra abstracta. Se trata, por ejemplo, de pequeñas hazañas juveniles (ascensión a montañas y volcanes, caza de lagartijas y culebras), de amistades intensas (entre otros, con Chang, el chinito que hacía pasteles de plátano), de revelaciones deslumbradoras y traumáticas (la desnudez de su madre, la visión de su abuela lunática en el asilo) y de actos de violencia política que le tocó presenciar (el golpe de estado a Jacobo Árbenz, el atentado guerrillero a una gasolinera). Además, la sorpresa deriva de descubrir que, como espectador, nunca tuve la necesidad de conocer esas circunstancias y antecedentes para componer mi propio viaje imaginario a través de la exposición.
Un viaje imaginario que tuvo las calidades de una visita al Aleph borgesiano, heterogéneo jardín también imaginario en el que recogí, entre otras, las visiones que transcribo enseguida.
La transmutación resulta sorprendente ya que se trata de vivencias que el espectador común no imagina que puedan penetrar en una obra abstracta. Se trata, por ejemplo, de pequeñas hazañas juveniles (ascensión a montañas y volcanes, caza de lagartijas y culebras), de amistades intensas (entre otros, con Chang, el chinito que hacía pasteles de plátano), de revelaciones deslumbradoras y traumáticas (la desnudez de su madre, la visión de su abuela lunática en el asilo) y de actos de violencia política que le tocó presenciar (el golpe de estado a Jacobo Árbenz, el atentado guerrillero a una gasolinera). Además, la sorpresa deriva de descubrir que, como espectador, nunca tuve la necesidad de conocer esas circunstancias y antecedentes para componer mi propio viaje imaginario a través de la exposición.
Un viaje imaginario que tuvo las calidades de una visita al Aleph borgesiano, heterogéneo jardín también imaginario en el que recogí, entre otras, las visiones que transcribo enseguida.
Sensaciones de un viaje
Vi el salto
de un niño, su ascenso emocionado y su llegada a la cima del aire del
jardín, y su descenso libre en el paracaídas de la imaginación. Pero en el cuadro no
estaba el niño, ni aparecía un jardín, ni se mostraba el paracaídas. Lo que vi, entonces, no
fue al protagonista del salto, sino el salto mismo.
Vi la lluvia por primera ocasión descubierta en su abigarramiento continuado y en la disciplina militar de sus gotas, a veces interrumpida por las rachas del viento. Pero en el cuadro no llovía, ni escurrían hilos de agua. Lo que vi, entonces, lo que experimenté, fue la frescura que sigue como sombra a la lluvia; lo que escuché fueron sus pasos alternados, su danza loca.
Vi el horizonte marino emblanquecido hasta el enceguecimiento, puntuado apenas por el vuelo de un pelícano. Pero nadie aseguraría que en el cuadro apareciera el mar, cierto mar. Lo que vi entonces fue la apertura primigenia a la luminosidad y sus defectos, descubierta un instante después del nacimiento y del espasmo sexual.
Vi la barda de tablas o de ladrillos encalados que resguarda el jardín donde crece el manzano, a cuyo alrededor camina por las tardes la chica frutecida del vestido transparente. Pero no latía nadie detrás del muro (no había muro). Lo que acaso inventé que vi fue la imagen de un sueño de Rothko capturada antes de Rothko por Jordi Boldó.
Vi la lluvia por primera ocasión descubierta en su abigarramiento continuado y en la disciplina militar de sus gotas, a veces interrumpida por las rachas del viento. Pero en el cuadro no llovía, ni escurrían hilos de agua. Lo que vi, entonces, lo que experimenté, fue la frescura que sigue como sombra a la lluvia; lo que escuché fueron sus pasos alternados, su danza loca.
Vi el horizonte marino emblanquecido hasta el enceguecimiento, puntuado apenas por el vuelo de un pelícano. Pero nadie aseguraría que en el cuadro apareciera el mar, cierto mar. Lo que vi entonces fue la apertura primigenia a la luminosidad y sus defectos, descubierta un instante después del nacimiento y del espasmo sexual.
Vi la barda de tablas o de ladrillos encalados que resguarda el jardín donde crece el manzano, a cuyo alrededor camina por las tardes la chica frutecida del vestido transparente. Pero no latía nadie detrás del muro (no había muro). Lo que acaso inventé que vi fue la imagen de un sueño de Rothko capturada antes de Rothko por Jordi Boldó.
Vi, encerrado
en el calabozo de una cárcel provinciana, el dramatismo de un cielo teñido por un cotidiano e
inaccesible atardecer. Pero en el cuadro no había sino libertad. Lo que vi
entonces fue la variación de colores que por capricho adquieren las vetas de un trozo
de madera, en su sinuoso recorrido del blanco, al amarillo, al azul.
Vi un puente
hecho de cuerdas y acechado de pudrición y fragilidad, tendido sobre un abismo en cuyo fondo corre
un río que no pude mirar. Pero en el cuadro sólo podía descubrirse una incisión lineal en medio de la nada
matérica. Lo que vi entonces fue la ejecución visual de un verso de
Octavio Paz: “liana que cuelga del cantil del vértigo”.
Vi un patíbulo solitario y enrojecido hasta el negro tras ser untado
minuciosamente con brea y con sangre. Pero no había verdugos en el cuadro y en medio de tamaña soledad la única víctima propiciatoria era yo. Lo que vi entonces fue la inscripción de una T inmensa que recita en silencio: tiempo, tiempo, tiempo.
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