23 de septiembre de 2008

Lo que hay que aguantar



En este mundo de diferencias y frustraciones que vivimos, la disposición a relativizar nuestro pensamiento y nuestra actitud es quizá un buen antídoto contra los intentos de homogenización y globalización. Hoy más que nunca apreciamos el enorme valor de la tolerancia y del entendimiento por la diversidad humana, pero una cosa es la tolerancia y el respeto a la diferencia, y otra, la indolencia. Vivimos contagiados de una nebulosa flexibilidad —moral, cultural, filosófica, artística, existencial, etcétera— que nos hace ver todo lo que nos rodea con demasiada ligereza. Todo es relativo y nada se puede afirmar. Cualquier opinión es respetable, por lo que hay que procurar la integración y no el enfrentamiento. Si bien es cierto que esta actitud tiene mucho de bueno, también es verdad que conlleva un cínico conformismo y una preocupante falta de valores.

Se cree evitar los problemas minimizándolos, incluso ocultándolos; se señala de incorrecto a quien se atreve a levantar la voz y se piensa que la razón se encuentra a medio camino de dos posiciones contrarias. Pero esta apatía no es ingenua, es un gesto egoísta, oportunista y pretexto para no comprometerse. Quien piensa que no existen parámetros para juzgar la realidad, legitima la irresponsabilidad. Cualquiera puede darse cuenta de lo que está bien o está mal, basta con ponerse de vez en cuando en el lugar del otro y exigirnos ser un poco mejores.

La tolerancia es un valor justo y necesario, pero si no queremos caer en la indiferencia y la insensibilidad, no se puede llegar tan lejos con ella. Sería como aceptar la imposibilidad de mejorar. Hay cosas que, definitivamente, no se deben tolerar.

Viene a mi mente el popular tango Cambalache (1934), de Enrique Santos Discépolo.

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